Artículo publicado en Revista Diaporías Nº 10. Noviembre de 2011
Enajenación y extrañamiento en la Fenomenología del Espíritu de Hegel
(1807). Bicentenario de una revolución filosófica
Sergio
M. Friedemann
(IIGG-UBA/CONICET)
Lo más importante en la Fenomenología de Hegel —la
dialéctica de la negatividad como principio motor y generador— es, primero, que
Hegel concibe la autogeneración del hombre como un proceso, la objetivación
como pérdida del objeto, como enajenación y superación de esta enajenación y
que concibe, por tanto, la naturaleza del trabajo y al hombre objetivo
(verdadero, real) como el resultado de su propio trabajo[1].
Karl Marx
En el editorial del Nº 6 de esta revista, Rubén
Dri recordaba que “mientras las tropas napoleónicas destrozaban a las prusianas
y daban por terminado el sacro imperio romano germánico, Hegel terminaba de escribir
la Fenomenología del Espíritu” (Dri, 2006). Han pasado poco más de 200 años. El
avance de las tropas napoleónicas por el mundo desencadenaría grandes
cimbronazos. Hegel, tras lamentarse por el desgarramiento del pueblo alemán,
vería entrar al “espíritu del mundo montado a caballo”. Se refería a las tropas
napoleónicas que actuaron en la batalla de Jena, lugar donde se encontraba
Hegel al escribir esa gran obra de la Filosofía occidental. En Haití, la
revolución de 1791-1804, una larga lucha de los esclavos por su liberación y la
independencia, derrotaría al ejército napoléonico. Los esclavos de origen
africano se revelaban cantando la marsellesa contra el ejército francés,
gritando “libertad o muerte” contra una Francia que se traicionaba a sí misma
al no universalizar sus principios de libertad, igualdad y fraternidad. Susan
Buck-Morss (2005) sugiere que Hegel se inspiró en la revolución de los esclavos
haitianos para desarrollar su dialéctica del señor y el siervo. Más allá de la
veracidad de esta hipótesis, que no estamos en condiciones de corroborar, lo cierto
es que Hegel conocía la situación de los esclavos en las colonias, y, sin
menosprecio de ello, vería en Napoléon el ingreso de los ideales de la
revolución francesa y la posibilidad de la tan ansiada unidad territorial de la
nación alemana. Desgarramiento y (re)unión, dos momentos en tensión que la
caída de la península ibérica por parte de Napoleón trasladaría a nuestra
América. La descolonización de España y Portugal iban a desplegar la lucha por
la independencia y por la realización de los pueblos de Sudamérica. Sin
embargo, iba a producirse otro desgarramiento, el de la división territorial
contra la que pelearon Artigas y Bolívar. Como consecuencia, nacería la utopía
de la unidad latinoamericana. América, ese yo
que es el nosotros, un nosotros que es el yo (Hegel, 1966, p. 113), una y
otra vez sería enajenada, extrañada de sí misma. Pero hablaremos de la
enajenación como concepto y no de América en este artículo. Hablaremos de otro
bicentenario. El de la revolución filosófica de Hegel. En 1810, cuando en el
Río de la Plata se luchaba contra la ocupación española, Hegel ejercía el cargo
de rector del Gymnasium (Colegio secundario) de Nüremberg. Así se dirigía a los
estudiantes en el comienzo del ciclo lectivo:
Respecto a la alienación que es
condición de la formación teorética, ésta no exige ese dolor moral ni el dolor
del corazón sino el dolor y el esfuerzo más suave de la representación
consistente en tener que ocuparse de algo no inmediato, algo perteneciente al
recuerdo, a la memoria y al pensamiento. Ahora bien, esta exigencia de la
separación es tan necesaria que se expresa en nosotros como un conocido impulso
universal. Lo extraño, lo lejano lleva consigo ese atractivo interés que nos
incita a la ocupación y al esfuerzo (…). Este muro divisorio que nos separa de
nosotros mismos, contiene a la vez todos los puntos de partida y todos los
hilos conductores del retorno a sí mismo, de la reconciliación con él y del
reencuentro consigo mismo (Hegel, 1991, pp. 81-82).[2]
El extrañamiento del sujeto, y el retorno sobre sí
mismo, la enajenación y la apropiación, constituyen dos polos en tensión que
hacen de la realidad del sujeto algo nunca fijo sino dinámico. Dos polos que,
sugerimos en este artículo, constituyen una de las columnas vertebrales del
pensamiento hegeliano. Veamos qué sucede en una de sus principales obras: La Fenomenología del Espíritu de 1807.
Hegel utiliza diversos vocablos del alemán que
suelen traducirse por alienación o enajenación, o que están fuertemente emparentados
con ese movimiento del sujeto.[3]
La conciencia, es decir el sujeto mismo, atraviesa indefectiblemente la
experiencia del desgarramiento y la enajenación. Pero no puede permanecer en
ese estado, fracturada. Como no podía ser de otra manera desde una concepción
dialéctica del sujeto, según Hegel cada uno de esos momentos tiene en su
contrario su negación y superación. En realidad, ya la enajenación es una
particularización del sujeto, por tanto, su segundo
momento si seguimos la clásica tríada hegeliana, que no es más que una
abstracción que realiza el entendimiento. Ese segundo momento es el movimiento
de negación del primero. La separación niega la unidad originaria inmediata, el
momento del universal abstracto. Pero, como decíamos, la conciencia no puede
permanecer separada de sí, extrañada, desdoblada, sin producir el retorno sobre
sí misma. Ese retorno sobre sí es el que reconstituye la unidad originaria pero
en un nuevo nivel. Es el tercer momento,
el del universal concreto o la negación de la negación.[4]
El doble movimiento enajenación-apropiación es una
de las maneras privilegiadas para exponer lo que es la dialéctica del sujeto. Y
no hay mejor manera de explicar este movimiento que recurriendo al sujeto más
cercano, aunque a veces nos parece el más difícil de conocer. Se trata del yo[5].
Es la pregunta filosófica por excelencia: ¿Qué soy? El lector está invitado a
pensarse a sí mismo. ¿Piensa que se conoce lo suficiente? ¿Piensa en
características de su personalidad que le gustaría cambiar? Si las identifica,
¿Por qué no las cambia? Cuando quiero conocer un objeto externo, creo
identificar fácilmente las fronteras entre sujeto y objeto. Si me pregunto por
la silla que tengo enfrente, Sujeto que piensa y Objeto pensado tienen una
distancia prudencial, yo estoy aquí, la silla más allá, y parece que conocerla
es dar cuenta de sus propiedades. Tenemos la certeza sensible de la presencia de ese objeto, pero el
conocimiento más rico, el más verdadero, dice Hegel, es el conocimiento del
sujeto. En el caso del Sujeto que se piensa a sí mismo, Sujeto y Objeto tienen,
aparentemente, el mismo punto de partida y de llegada. Como lo expresa Hegel,
el espíritu o la conciencia del sujeto
se convierte en objeto, porque es
este movimiento que consiste en devenir él mismo otro, es decir, objeto de su
sí mismo y superar este ser otro. Y lo que se llama experiencia es cabalmente
este movimiento en el que lo inmediato (…) se extraña, para luego retornar a sí
desde este extrañamiento. (Hegel, 1966, p. 26)
Parecería ser más fácil conocer un objeto si éste
soy yo mismo que conocer un objeto que me es ajeno, que no permanece en mi ser
ni me pertenece. Pero dado que es difícil conocerme, debo sospechar que no soy
un objeto simple. No soy simplemente una cosa que piensa, como quería
Descartes. Si me cuesta conocerme es porque en algún lugar me soy ajeno. “Yo me
soy ajeno” parece un absurdo. Pero no lo es si abandonamos el principio formal
de que cada cosa es igual a sí misma, y aceptamos la contradicción como motor
de la realidad del sujeto. “Uno es lo que no es”, enseña el Profesor Rubén Dri en
sus clases de Filosofía. Nos cuesta conocernos, nos cuesta modificar nuestra
personalidad, porque no somos una unidad originaria, inmediata y simple, sino
que somos el desdoblarse y el reunirse. Para poder pensarnos, devenimos dos,
sujeto que piensa y objeto pensado. Somos sujeto y somos objeto.
Es fácil identificar que lo que hacemos y lo que
pensamos son mutuamente influyentes. ¿Qué sucede primero? Seguramente haya
quienes crean que lo que hacemos determina lo que pensamos y no al revés. Y
quienes, por el contrario, afirmen que uno piensa, y actúa luego en
consecuencia. No es propio del pensamiento lineal —hegemónico en nuestra
modernidad occidental(izada)— el concebir la posibilidad de recíprocas
influencias entre polos en tensión.
Si nos detenemos seriamente a reflexionar acerca
de nosotros mismos, tenemos que admitir que nuestras prácticas nos han provocado
nuevos pensamientos, se ha transformado nuestra visión del mundo. Y no menos
deberemos admitir que nuestra forma de concebir la realidad, modificada ya sea
a través de la educación o por las mismas prácticas que, como hemos admitido,
generaron nuevos pensamientos, hizo que nuestras prácticas también hayan
cambiado. Y por último, también habrá que admitir que no sabemos muy bien qué
sucede primero, como en la pregunta por la gallina o el huevo. Por otro lado,
como dice Gramsci, “no se puede separar el homo faber del homo sapiens” (Gramsci,
1984, p. 382). Toda actividad manual requiere el uso del pensamiento. Y todo
pensar es también un hacer. Por cierto, en una totalidad dialéctica puede
predominar uno de los momentos, y usualmente esto es así. En una labor,
predomina el momento de la práctica, y en el otro el de la conciencia. Pero es
tan manual el trabajo de pensar como intelectual el trabajo de hacer.
Por lo tanto, somos lo que hacemos y somos lo que
pensamos. Lo que hagamos va a estar indefectiblemente condicionado por lo que
hemos pensado. Y viceversa. Ambos momentos son recíprocamente condicionados,
interdependientes. No existe uno sin el otro, y cada uno se realiza por medio
del otro. Pensar y hacer, conforman una totalidad. Unidad de teoría y práctica,
en palabras de Gramsci, conforman la praxis. Esa totalidad, el todo en
movimiento, es lo verdadero en palabras de Hegel. (1966, p. 16)
El sujeto, como ya se dijo, es
el desdoblamiento de lo simple o
la duplicación que contrapone, que es de nuevo la negación de esta indiferente
diversidad y de su contraposición. Lo verdadero es solamente esta igualdad que
se restaura o la reflexión en el ser otro en sí mismo (idem).
No somos unidad, sino dos momentos. O mejor, somos
unidad duplicada, “desdoblamiento de lo simple” que luego se restaura. Si no
somos uno, sino dos, es porque en realidad somos tres. Somos: 1) La unidad
originaria, lo simple. 2) Pero ésta se duplica o se desdobla, y por tanto somos
dos. Aquí se produce una negación del primer momento, una particularización. 3)
La igualdad se restaura, se recupera la unidad pero con la riqueza de la
particularidad concreta.
(1) à (2) à (3)
Somos uno y no somos uno. Somos dos, somos tres.
¿Pero somos verdaderamente tres? La división en tres momentos, no deja de ser
una abstracción que realiza el entendimiento. Es labor de la razón —dialéctica—
poner en movimiento esos momentos. La tríada no deja de ser una ayuda del
entendimiento para exponer lo real, que propiamente nunca puede ser expuesto en
su riqueza siempre cambiante. La filosofía no puede pintar con colores reales
la realidad que pinta. Sólo puede utilizar “sus tonos grises”, pues llega
siempre tarde: “el búho de Minerva recién alza su vuelo en el ocaso” (Hegel,
2004, p. 20), es decir, no se conoce lo que aún no es ni lo que será, sino solo
lo real, lo realizado, pero a costa de abstraerlo, de fijarlo, de separar lo
inseparable (Hegel, 1966, pp. 35-39).
Ya se trate del sujeto individual, o del sujeto
colectivo, la identidad del sujeto atraviesa indefectiblemente la experiencia
del desgarramiento que permite al entendimiento abstraer sus infinitos momentos
y concebirlos como tríada en forma analítica. Pero somos infinitos momentos y
no tres. De otro modo, el supuesto tercer momento al que arribo como sujeto
adulto, haría pensar que en algún punto de la trayectoria vital uno está ya realizado.
Que ya es sujeto completo. Que ya no sufre desgarramientos, desdoblamientos.
Que ya no se particulariza, que ya no toma decisiones que modifican su devenir.
Y, sabemos, esto no sucede. La realización plena, si la concebimos en nuestra
imaginación, es lo más cercano a la muerte, es quietud. Ya no hay nada detrás
de ella. Si bien “el espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de
encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento” (Hegel, op cit, p. 24),
no es menos cierto que para Hegel el encontrarse y el desgarrarse continuarán
dinámicamente haciendo del sujeto un camino siempre sinuozo y nunca acabado. Es
decir, la vida o el movimiento. Lo otro sería la quietud o la muerte.
Uno es lo que no es. Deviene un ser-otro. ¿Soy lo
que era hace una década? Evidentemente no soy el mismo. Pero soy el mismo. Sigo
siendo Pedro, el universal concreto que contiene múltiples particularidades. Es
la identidad del sujeto, o bien la identificación, el todo. El camino recorrido
desde hace décadas, desde ese Pedro, hasta este Pedro, es un camino de
infinitos momentos, que va de un Pedro a otro Pedro, pero no a un Carlos. Podríamos
preguntarnos qué sucede en aquellos casos de identidades enajenadas
(apropiadas) y luego reapropiadas (recuperadas). Seguramente, el desgarramiento
del que habla Hegel se acerca mucho más al extremo. El desgarramiento, se sabe,
nunca es completo. Siempre se tensa con la re-identificación. Pero cuando la
identidad es apropiada, las mediaciones seguramente se montan sobre bases poco sólidas,
extremadamente externas, que no permiten la efectiva superación. Cuando la
realidad se inclina demasiado sobre un extremo, indica el silogismo hegeliano,
la mediación difícilmente cumple su labor. Así como el robo de identidad lleva
al extremo el desgarramiento, la recuperación de la identidad seguramente
provoque el movimiento contrario: de un extremo al otro, la re-apropiación de
lo enajenado, o la recuperación de lo apropiado, debe ser sin duda un
sentimiento que provoca un gran cimbronazo, un sentimiento de absoluta
angustia, un estremecimiento en el cual todo lo fijo se desvanece (Hegel, op.
cit., p. 119), para luego reconstruirse.
Mediante esta enajenación se hace
posible una existencia más alta,
aquella en que podría recobrar en sí su objeto, existencia más alta que si
hubiese permanecido quieto dentro de la inmediatez del ser; en efecto, el
espíritu es tanto más grande cuanto mayor es la oposición de la que retorna a
sí mismo; pero esta oposición la forma el espíritu en la superación de su
unidad inmediata y en la enajenación de su ser para sí (idem, p. 204).
Se puede esperar un restablecimiento de cierto
equilibrio, donde extrañamiento y apropiación ya no se acercan tanto a los
extremos, mas continúan motorizando el devenir del sujeto. Claro está, este
movimiento puede darse de diversos modos, y superarse de forma más o menos
sana. Hegel sugiere que ante movimientos de difícil superación, lo que Rubén
Dri (2001) ha llamado acertadamente una “dialéctica trabada”[6],
la mediación puede venir de afuera (como en el caso de la “conciencia
desgraciada”), pero la realización del sujeto parece necesitar, a la larga, una
superación por sí misma. No lo dice así Hegel cuando se despliega la figura de
la “conciencia desgraciada” en la Fenomenología
del Espíritu, y tampoco en sus Principios
de Filosofía del Derecho (2004, §242-249), cuando la “Sociedad Civil”, al
no poder solucionar “por sí misma” el problema de la pobreza, recurre a
encontrar la solución por fuera de ella: exportación de productos industriales y
colonización de “nuevas tierras” es la solución del filósofo, cargada de
eurocentrismo, para una dialéctica trabada donde se salta de un extremo al
otro, sin camino superador en el horizonte.
Pero en la Fenomenología
del Espíritu, finalmente el sujeto solo se realiza dejando de lado la
evasión que implica valerse de un mediador externo. Primero no lo hace. La
“conciencia que trabaja”, es decir el siervo del más famoso pasaje de la Fenomenología, proclama su autonomía y
deviene en el “movimiento puro del pensamiento”, donde es libre “tanto sobre el
trono como bajo las cadenas” (p. 123). Se trata de una libertad en el
pensamiento, espiritual, más allá de las cadenas materiales. Hegel no proclama
la realización del sujeto aquí y ahora, como podría suponerse a partir de la
crítica de Marx. En este estoicismo
“la libertad en el pensamiento tiene solamente como su verdad el pensamiento puro, verdad que, así, no
aparece llena del contenido de la vida, y es, por tanto, solamente el concepto
de la libertad y no la libertad viva misma” (p. 123). Esta “conciencia
independiente” se realiza en el escepticismo.
Aquí se da “la experiencia real de lo que es la libertad del pensamiento” (p. 124).
Pero no parece ser un momento donde el sujeto se realiza, donde se siente
cómodo. Por el contrario, aquí el sujeto se duplica, “es ahora algo doble” (p. 127).
Si en el estoicismo la libertad es
pensamiento puro, sin contenido, y por tanto igualdad de la conciencia consigo
misma, en la realización de ese momento deviene desigualdad y contradicción
consigo misma, deviene escepticismo y
“conciencia desdichada”, es decir, conciencia que se sabe duplicada y
contradictoria (p. 128):
Su acción y sus palabras se
contradicen siempre y, de este modo, ella misma entraña la conciencia doble y
contradictoria de lo inmutable y lo igual y de lo totalmente contingente y
desigual consigo misma. Pero mantiene disociada esta contradicción de sí misma
y se comporta hacia ella como en su movimiento puramente negativo en general.
Si se le indica la igualdad, ella
indica la desigualdad; y cuando se le
pone delante esta desigualdad, que
acaba de proclamarse, ella pasa a la indicación de la igualdad; su charla es, en realidad una disputa entre muchachos
testarudos, uno de los cuales dice A cuando el otro dice B y B si aquel dice A
y que, contradiciéndose cada uno de ellos consigo
mismo, se dan la satisfacción de permanecer en contradicción el uno con el otro. (p. 127)
La dialéctica trabada encuentra su salida en lo
que Hegel llama una “mediación extrañadora” (p. 300). Se trata de otro
movimiento identificable al del extrañamiento o enajenación, pero que el sujeto
no puede superar por sí mismo. La conciencia desventurada, desdichada o infeliz
es una duplicación de la conciencia, que es también un desgarramiento del
sujeto. Lo que intentamos dilucidar es si en el pensamiento hegeliano de la Fenomenología encontramos la necesidad
de esa superación “verdadera”, sin mediadores que se insertan desde fuera. Y
Hegel parece indicar que sí, que el sujeto se realiza solamente por sí mismo,
pero para lograrlo deberá dar cuenta de la intersubjetividad. El sujeto se
realiza por sí mismo, en tanto no es sujeto individual. El sujeto se realiza en
el pueblo.
Si la Razón
es el momento de superación de la contradicción entre Conciencia (conciencia del objeto como algo externo, lejano, y
negación de todo lo interno) y Autoconciencia
(conciencia del objeto como de sí mismo, y negación de todo lo exterior),
la dialéctica de la Razón atraviesa
tres momentos, de los cuales queremos subrayar el título elegido por Hegel para
el segundo de ellos: “La realización de la autoconciencia racional por sí
misma” (p. 208).
Es que la Razón,
que Hegel busca diferenciar del entendimiento
kantiano, es la que puede concebir el movimiento. No debe sorprender que la
dialéctica trabada se despliegue cuando todavía la conciencia no logra arribar
a la Razón, cuando no logra
concebirse como movimiento. El entendimiento,
que fija y abstrae, es un momento necesario de la conciencia. Es lo que permite
desarrollar las ciencias, conocer la naturaleza, transformar un fenómeno en
objeto de conocimiento. Pero el conocimiento “más verdadero”, es el “conócete a
ti mismo”, el conocimiento del sujeto. Lo que el individuo aislado no puede,
que es “la realización de la autoconciencia por sí misma”, lo realiza
intersubjetivamente. Es “en la vida de un pueblo”
donde encuentra su realidad [Realität] consumada el concepto de
realización de la razón consciente de sí, donde esta realización consiste en
intuir en la independencia del otro,
la perfecta unidad con él. (p. 209)
¿Pero se produce esta “perfecta unidad”? ¿O se da
solamente en el plano de la utopía? Lo cierto es que Hegel no concibe esa
realización en forma inmediata y segura. El pueblo es de hecho ese “médium
universal que sostiene al individuo al poder
del todo” (p. 210). Pero —agrega Hegel— no en cualquier pueblo, sino “en un
pueblo libre se realiza, por tanto, en verdad la razón” (p. 210). Es en el
ámbito de la eticidad, allí donde no hay “nada que no sea recíproco” (idem), y
propiamente en el Estado, donde el sujeto se realiza. El “buen Estado” es la
“forma concreta” donde se produce la unidad de la voluntad subjetiva y de lo
universal. Es el “individuo espiritual, el pueblo por cuanto está en sí
articulado, por cuanto es un todo orgánico” (Hegel, 1999, p. 103). Un “Estado
rudimentario”, en cambio, es aquel donde prevalece lo universal, pero
reprimiendo lo particular. El Estado en el que el sujeto no se realiza, es
aquel donde el pueblo no es libre. El Estado es el pueblo organizado, dice
Hegel. Es la manifestación del pueblo, por tanto, las leyes, el derecho, las
costumbres, la cultura, son construcciones históricas, humanas. Pero si la ley
o las costumbres aparecen como externas, hostiles o represivas es porque sucede
lo que Marx observa para el trabajo asalariado en la sociedad capitalista
(Marx, 1962). La enajenación no se supera en apropiación. Es también una
dialéctica trabada, pero que inaugura otro movimiento que adquiere una lógica
propia. El movimiento del Capital en tanto Sujeto (Marx, 2009). Pero así como
la enajenación del trabajo no se da en forma pura, sino que existe siempre una
lucha por la apropiación del mismo, lo mismo puede decirse del Estado.
Idealmente, el Estado es la construcción del pueblo, la apropiación que puede
realizar el sujeto colectivo al intentar superar la escisión de la
particularidad con la universalidad, la lucha por la intersubjetividad
realizada. Puede predominar el momento de la apropiación del Estado y esto
sucede cuando las mayorías lo asumen como propio y cuando desde el Estado se
impulsa la participación del pueblo en las decisiones. Esa es la apropiación
frente al inevitable movimiento de extrañamiento que implica la construcción
colectiva. En el Estado también, extrañamiento y apropiación conforman una
totalidad en movimiento. Una tensión del sujeto que se supera en la praxis
histórica.
No es en la dialéctica de la “fenomenología del espíritu”
—que en términos estrictos abarca el movimiento conciencia-autoconciencia-razón—,
que se despliega realmente el ámbito de la eticidad,
y por tanto, del Estado. Esto sucede en el momento del Espíritu, es decir, la superación de la Razón. La eticidad es su
primer momento, y la cultura o el
espíritu extrañado de sí mismo, el
segundo.
El espíritu:
- El espíritu verdadero, la eticidad
- El espíritu extrañado de sí mismo, la
cultura
- El espíritu cierto de sí mismo. La
moralidad.
Nótese que la moralidad, en la filosofía del
derecho, es un momento más pobre, menos realizado que la eticidad, mientras que
en la Fenomenología… sucede lo
contrario. No nos vamos a detener aquí en el desplazamiento operado por Hegel.
Queremos remarcar la presencia del concepto de extrañamiento en el segundo
momento del Espíritu, el particular. La cultura, eticidad puesta como
particular, producción humana a partir del trabajo común, es el espíritu mismo,
el sujeto colectivo, pero “extrañado de sí mismo”. Se superará como espíritu
“cierto de sí mismo”, pero no logrará realizarse aún porque este espíritu no es
otra cosa que el individuo en su pureza que, como veremos, se esfumará en el
aire. Pero antes, “el espíritu es esta absoluta y universal inversión y
extrañamiento de la realidad y del pensamiento; la pura cultura” (Hegel, 1966, p. 307). Es decir, la cultura en su
forma pura es lo extrañado del espíritu, lo separado de él, quien lo creó.
Cultura es la creación intersubjetiva de un pueblo, pero hay un movimiento de
extrañamiento que tiene que ver con la inevitable separación entre el
particular que es cada individuo y el universal que es ese pueblo. Esa
separación provoca que lo que es creación de todos, pueda aparecer como algo
externo, extraño, incluso hostil u opresor. Pero es también lo que permite
apropiarnos de la cultura de nuestro pueblo. Una vez más, el movimiento
extrañamiento-apropiación como lo que nos enfrenta y nos reúne con nosotros
mismos y con la sociedad en la que estamos inmersos. Esa apropiación, “el
espíritu cierto de sí mismo”, es mediación
absoluta (p. 351) que se diferencia de la mediación extrañadora en la que devenía la dialéctica trabada.
Cuando la mediación venía de afuera, no había realización del sujeto por sí
mismo. Ahora, “el movimiento del sí mismo” consiste “en superar la abstracción
del ser allí inmediato y de llegar a
ser universal —pero ni por medio del puro extrañamiento y desgarramiento de su
sí mismo y de la realidad por medio de la evasión.” (idem). La conciencia que
recurría a la mediación externa, ya sea en la figura del sacerdote, el rabino,
la madre, la maestra, el profesor, el psicoanalista o el director de tesis,
podía ayudar a destrabar ese movimiento. Pero la verdadera realización del
sujeto, dice Hegel, es aquella que evita la evasión. Es aquella que se enfrenta
a lo que es, y lo que es, es su pertenencia intersubjetiva, social. El
individuo por sí mismo, aislado, no se realiza. Solo evade su trabazón y, si
bien la mediación externa puede ser un momento imprescindible para seguir
caminando, también corre el riesgo de mantenerse en una relación de enajenación
imposible de superarse en su contrario. Pero, paradójicamente, sólo el momento
de la enajenación abre las puertas a la realización. Si la primera no
existiese, se produciría lo que Hegel identifica como “alma bella desventurada”
(p. 384) y que puede identificarse con lo que Rubén Dri ha identificado en “la
política de las buenas intenciones” (Dri, 2010). Pero no es realmente posible
para el sujeto. Éste puede creer en una ilusoria pureza de su espíritu, pero no
logrará realizarla:
Le falta la fuerza de la
enajenación, la fuerza de convertirse en cosa y de soportar el ser. Vive en la
angustia de manchar la gloria de su interior con la acción y la existencia; y,
para conservar la pureza de su corazón, rehúye todo contacto con la realidad
(…) —en esta pureza transparente de sus momentos, un alma bella desventurada, como se la suele llamar, arde
consumiéndose en sí misma y se evapora como una nube informe que se disuelve en
el aire (Hegel, op cit, p. 384).
Es por eso que “el espíritu cierto de sí mismo (…)
no puede llegar al ser allí”, es decir, no puede lograr su existencia como
unidad reconciliada (p. 392). Allí Hegel abre las puertas de la religión como
camino superador, en el cual no nos vamos a insertar ahora. No terminará allí
tampoco la historia, sino que recomenzará una y otra vez bajo nuevas figuras.
Atravesará el “saber absoluto”, es decir el puro saber. Es en el saber absoluto
que, finalmente y para recomenzar, la conciencia se sabe a sí misma como lo que
es, sujeto y objeto (p. 461), o bien todos los momentos anteriores reunidos
como totalidad:
Tales son los momentos que
integran la reconciliación del espíritu con su conciencia propiamente dicha;
para sí, estos momentos son singulares y es solamente su unidad espiritual la
que constituye la fuerza de esta reconciliación. Pero el último de estos
momentos es, necesariamente, esta unidad misma y, de hecho, los reúne, como se
ve claramente, a todos dentro de sí. (p. 463)
Es lo que sucede en toda relación dialéctica. El
tercer momento, que en Hegel jamás fue “síntesis”, es superación de los
momentos anteriores, esto es, eliminación-conservación. Se eliminan y se
conservan elementos de lo viejo para superarse en lo nuevo, el devenir de una
nueva figura, la transformación del ser bajo nuevas configuraciones. El saber
absoluto, que es el momento de la “ciencia” y del “concepto” es el momento más
rico en el recorrido de la conciencia en búsqueda de sí misma:
La ciencia contiene en ella misma
esta necesidad de enajenar de sí la forma del puro concepto y el tránsito del
concepto a la conciencia. Pues el
espíritu que se sabe a sí mismo, precisamente porque capta su concepto, es la
inmediata igualdad consigo mismo (p. 472).
De la enajenación de sí, a la igualdad consigo
misma. Ese es el camino de la conciencia. ¿Llega finalmente el espíritu a la
igualdad que ya no se enajena? ¿Es “absoluto” en su contenido el “saber
absoluto”? No. Lo absoluto es la forma del conocer al que arriba la conciencia
en su “odisea”[7].
El conocimiento de sí misma al que arriba la conciencia es por tanto la
igualdad consigo misma, la certeza sensible de sí misma, pero también el
conocimiento de su límite: “Saber su límite quiere decir saber sacrificarse.
Este sacrificio es la enajenación en la que el espíritu presenta su devenir
hacia el espíritu, bajo la forma del libre
acaecer contingente” (p. 472). Por tanto, la conciencia no puede saberlo
todo, ese sería el final de su búsqueda. El saber se da en el ámbito de lo
necesario. Lo contingente es su límite y lo que explica la infinitud del
movimiento del sujeto. Aquí Hegel repasa los momentos del devenir del sujeto,
despliega su concepción de espacio y tiempo, emparentados respectivamente con
la naturaleza y la historia (idem). La naturaleza es “el
espíritu enajenado”, “no es en su ser allí [o en su existencia][8],
otra cosa que esta eterna enajenación de su subsistencia
y el movimiento que instaura al sujeto”
(idem). Respecto de la historia, es “el
otro lado de su devenir”, “es el devenir que sabe, el devenir que se
mediatiza a sí mismo —el espíritu enajenado en el tiempo”, pero
esta enajenación es también la
enajenación de ella misma; lo negativo es lo negativo de sí mismo. Este devenir
representa un movimiento lento y una sucesión de espíritus, una galería de
imágenes cada una de las cuales aparece dotada con la riqueza total del
espíritu, razón por la cual desfilan con tanta lentitud, pues el sí mismo tiene
que penetrar y digerir toda esta riqueza de su sustancia. (idem)
Naturaleza e historia, dos lados de la totalidad
inescindible que es la humanidad en el mundo. La historia, el “espíritu
enajenado en el tiempo”, es lo realizado y lo que realiza el sujeto. La
historia la hacen los seres humanos —dirá Marx— pero no eligen las
circunstancias en las cuales intervienen para hacer la historia. Respecto del
conocimiento de la historia pasada, Hegel la emparenta con el recuerdo
interiorizado[9].
La historia es lo que hemos hecho, por lo que el conocimiento de la historia es
la interiorización, “este saber es un ir dentro de sí, en el que abandona su
ser allí[10]
y confía su figura al recuerdo”. De esa manera,
se hunde en la noche de la
autoconciencia, pero su ser allí desaparecido se mantiene en ella; y este ser
allí superado —el anterior, pero renacido desde el saber—, es el nuevo ser
allí, un nuevo mundo y una nueva figura del espíritu. En él, el espíritu tiene
que comenzar de nuevo desde el principio (…), como si todo lo anterior se
hubiese perdido para él y no hubiese aprendido nada de la experiencia (p. 473).
El sujeto tiene que comenzar desde el principio su
formación, pero lo hace en una etapa superadora, pues conserva interiorizado
todo el pasado y el conocimiento del pasado en tanto patrimonio intersubjetivo.
Ya no se trata, como vimos, del sujeto individual. Éste se realiza en un pueblo
libre, y el pueblo, si es sujeto, si se realiza en tanto pueblo, conoce su
pasado. Tiene memoria. De otro modo, no sería sujeto sino tan solo objeto. Para
ser hay que conocerse. Para conocerse hay que enajenarse y así poder realizar
el trabajo de apropiación del objeto de conocimiento que es el propio sujeto.
La “meta”, el “saber absoluto”, es
“el espíritu que se sabe a sí mismo”, que conoce su historia. Pero el punto de
llegada de la Fenomenología del Espíritu,
el saber absoluto, no constituye ningún fin de la historia. La historia está
siendo, por eso nunca hay quietud en el absoluto hegeliano. La “ciencia del saber que se manifiesta” es el conocimiento conceptual de la
historia, pero la historia es también lo que aún sucede. La unidad de estos dos
momentos, es la “historia concebida”. Para concebir la historia, no hay que ser
historiador, sino realizar la autoconciencia, saberse en tanto sujeto hecho por
y hacedor de la historia. Sin concebirla, no nos sabemos protagonistas de
nuestro destino. No concebimos la transformación de las realizaciones humanas.
La enajenación no se supera en apropiación sin memoria, sin concebir la
historia, sin proyectos de futuro y sin la utopía de sentido que le damos a
nuestra actividad práctica. Una y otra vez reaparece la enajenación y el
extrañamiento como lo que invita al sujeto a perseguir la apropiación, actuar
por ella, lograr el retorno sobre sí mismo a través de la actividad. La
dialéctica del sujeto se expresa en la tensión enajenación-apropiación con todo
su despliegue. En Hegel, la enajenación aparece como el motor de la historia.
Bibliografía citada
Buck-Morss, S. (2005). Hegel y Haití. Buenos Aires: Norma.
Dri, R. (2001) La
utopía que todo lo mueve. Hermenéutica de la religión y el saber absoluto en la Fenomenología del
espíritu. Buenos Aires: Biblos.
--- (2006). “Editorial”, en Revista Diaporías Nº 6. Buenos Aires, Octubre de 2006.
--- (2006b) “La Fenomenología del espíritu o la
odisea del sujeto —una visión panorámica”, en Revista Diaporías Nº 6. Buenos Aires, Octubre de 2006.
--- (2007). Hegel
y la lógica de la liberación, La dialéctica del sujeto-objeto. Buenos
Aires: Biblos.
--- (2010). “Las buenas intenciones y la política”.
Disponible: http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-140047-2010-02-11.html.
Consultado: 17 de Agosto de 2011.
Ferrater Mora, J. (2004). “Alienación” en Diccionario de Filosofía. Barcelona,
Ariel.
Gramsci, Antonio (1984). Cuadernos de
la cárcel. Edición crítica a cargo de Valentino Gerratana. México:
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Hegel, G. W. F. (1966). Fenomenología del espíritu. México: FCE.
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des Geistes”. En Werke in 20 Bänden.
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Filosofía de la Historia Universal. Madrid: Alianza.
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Marx, K. (1962). “Manuscritos
Económico-filosóficos”. En Fromm, E. Marx
y su concepto de hombre. México: FCE.
--- (2009). Elementos
fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858.
Tomo 1. México: Siglo XXI.
Platón (2000). “Fedro”, en Diálogos III. Madrid: Gredos.
[1] Marx, K. (1962). “Manuscritos
económico-filosóficos: crítica de la dialéctica de Hegel”. En Fromm, E., Marx y su concepto de hombre. México:
FCE. P. 183
[2] Discurso del 9 de Septiembre de
1809.
[3] Entzweiung, esto es des-unión, devenir dos, o desdoblamiento; Trennung, propiamente separación; Entfremdung, alejamiento de sí mismo, hacerse extraño y traducido
en la Fenomenología por extrañamiento; Entäusserung,
traducido en la Fenomenología por enajenación. También acudió Hegel al vocablo Zerrissenheit, es decir, desgarramiento.
Para dar cuenta de las diversas categorías originarias del alemán, hemos
revisado las traducciones sugeridas en Ferrater Mora (2004) y contrastado luego
la aparición de los conceptos de Entfremdung
y Entäusserung de la versión en
alemán de la Phänomenologie des Geistes
(Hegel, 1970) con la traducción de Wenceslao Roces (en Hegel, 1966).
[4] Se trata de la Versöhnung o reconciliación,
de la re-unión frente a la separación,
de la Vereinigung o volver a ser uno frente al devenir dos o desdoblamiento, de la Aneignung
o re-apropiación frente a la enajenación o extrañamiento (Ferrater Mora, op cit).
[5] En el Fedro,
Platón pone en palabras de Sócrates el doble carácter de la pregunta por el yo,
su centralidad y su dificultad: “(...) hasta ahora, y siguiendo la inscripción
de Delfos, no he podido conocerme a mí mismo. Me parece ridículo, por tanto,
que el que no se sabe todavía, se ponga a investigar lo que ni le va ni le
viene” (Platón, 2000).
[6] “No puede darse una
fusión-superación de ambos lados en esta etapa de la dialéctica. Nos
encontramos con la conocida característica de la dialéctica que se encuentra
todavía a nivel del ser, es decir, con los obstáculos que produce el efecto de
una dialéctica trabada, trunca”. (Dri, 2001, p. 44)
[7] Dice Rubén Dri (2006b): “Finalmente
nuestro Odiseo llega a Ítaca, para partir de nuevo como el mismo pero
diferente, el mismo pero otro” (p. 46).
[8] Así podría traducirse el Dasein hegeliano: “en su existencia tal
como se manifiesta”.
[9]
Erinnerung.
[10] Su existencia tal como se
manifiesta hasta ese momento.
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